martes, 7 de octubre de 2014

PONTEVEDRA EN LA POSGUERRA (Según mi padre y algunos taberneros)



Barrio de A Moureira, en la actualidad. Imagen Turgalicia.
Como continuación a la patrisaga familiar, "Cándido Mera, mi padre" y "de labrador a portero de los ministerios civiles" hoy transmitimos para ustedes, pacientes lectores, un nuevo capítulo: La Pontevedra de posguerra, según mi padre y algunos taberneros.

Cándido Mera Fernández fue a Madrid, debía ser el año cuarenta y uno,  a examinarse,  con un jamón y un nombre de Secretario del Ministerio de la Presidencia, o algo así. Llevaba además veinte kilogramos de café portugués para atender a su sustento. Se hospedó en una pensión de mala nota, haciéndose amigo del dueño y de alguna de las meretrices que la ocupaban, ellos le ayudaron a deshacerse del café contribuyendo a los gastos que generaba una semana de exámenes, con dictados, lectura y las cuatro reglas. Su primer destino fue Oviedo, la oficina de Telégrafos. Debió tener algún problema amoroso al cuarto año de estancia, pues pidó el traslado en secreto para el Gobierno Civil de Pontevedra. Volvió treinta y cinco años más tarde, las pensiones habían desaparecido y los amigos cuyos nombres recordó siempre, habían muerto o no los localizó. Nunca quiso explicarme la verdadera razón de su traslado.
En el Gobierno civil no estaba contento, desprecíaba a los falangistas, consideraba sinvergüenzas a los inspectores de policía. El conserje era un buen hombre que se llamaba Conde, su miseria era tanta, que criaban un cerdo bajo el tejado del edificio, que entonces se albergaba en donde hoy está la Diputación de Pontevedra.. El pobre Cándido se hospedaba en una pensión del barrio de la Moureira, apenas le quedaba dinero para comer. Por entonces la Moureira era un barrio de putas, donde los recién enriquecidos por el wolframio, el estraperlo y otras nobles actividades cerraban cabarés, invitaban a las chicas a whisky que solía ser té, se jugaba dinero a las cartas, lo que estaba prohibido. Su jefe en el Gobierno Civil, con quien mantuvo amistad hasta su muerte, le recomendó mudarse de barrio, no parecía adecuado que un empleado viviese en medio de los prostíbulos. Mi padre  alegaba que le quedaba al lado del trabajo, que no necesitaba utilizar el trolebús para ir a trabajar.
La parroquia de Lérez era famosa por sus carteristas, educados y elegantes, entre ellos había alguna mujer de indudable belleza, se alojaban en casa de los Díaz, una familia venida de la montaña, que montó un bar tienda, en "A porta do sol", al pie del convento de Lérez. Se compró una bicicleta para ir a trabajar y se hizo amigo de carteristas, estraperlistas y demás gente divertida. Ocasionalmente se iba de juerga con Benito, el hijo de los dueños, que le presentó a mi madre, ambas familias eran amigas (no piensen mal).
Un tiempo antes de morir contó que se habían ido a la Moureira, dejaron la bicicleta de mi padre entre dos casas, para que no se viese. Cuando salieron iban muy contentos, la bicicleta no estaba. Se pusieron a buscar a cualquiera que llevase una bicicleta.
-Es esta, es esta. Usted robó mi bicicleta.
 Se abalanzó sobre el hombre sin darle tiempo a responder. Este salió huyendo.
Benito cogió la bicicleta, la acercó a una farola y le dijo:
-Cándido, estás equivocado, esta no es tu bicicleta. La tuya tenía un rascazo en el sillín, y esta lo tiene nuevo.
El hombre ya volvía con una pareja de policías. Después de explicaciones y disculpas volvieron a la Moureira, mi padre se había equivocado de pared y al otro lado de la casa estaba la puta bicicleta.
Como Mutilado de Guerra, tenía derecho a una ración militar, le daban  pan mediante la presentación de unos cupones, además cubría los documentos de la gente que no sabía escribir, instancias para pedir una silla de ruedas o unas muletas a la Beneficencia, datos para un certificado de buena conducta y cosas así. Eso le daba prestigio en la vecindad, además jugaba a las cartas y era simpático con carteristas, putas y estraperlistas.
En la oficina la pobre gente que necesitaba hacer documentos siempre le dejaba alguna propina. Esas propinas eran casi un sueldo. Además se ponía el uniforme de portero para colarse en los toros y decir que iba a llevar un recado.
Al casarse dejó la pensión de los Diaz y se mudó a una casa de alquiler, al poco de nacer yo mis padres compraron una casa en la falda del Monte das Pías, en un paraje que se llamaba a A Regueira en la misma parroquia de Lérez.  En la casa de al lado vivía mi bisabuela, Benita Amil, con dos hijas Carmiña "A Tola" pues era demente y Josefa, que estaba aquejada de una enfermedad ósea que le impedía muchos movimientos. Ambas eran bellas.
RECUERDOS DE INFANCIA
Vivían con la bisabuela y las dos tías de mi madre, dos nietos Benito y José. El padre de este último había muerto de tuberculosis después de pasar seis años en la prisiones franquistas por republicano, murió a los pocos meses de salir del Penal de a Illa de San Simón y su mujer Clara,  no podía mantener al hijo de ambos, por lo que se hicieron cargo mis abuelos, y la bisabuela desde que empezó a trabajar a los once años. Benito era hijo de Carmiña "A Tola" y posiblemente de un pocero que llamaban "O Meis". Fue mi compañero de juegos y barbaridades hasta los doce años.
Nos apoyábamos mutuamente en las peleas, era un chico bueno y valiente, como los dos queríamos ser el Capitán Trueno y no teníamos caballos, montábamos las vacas. Fabrícábamos arcos y flechas con las ballenas de viejos paraguas y disparábamos a una manzana sobre la cabeza del otro. Hacíamos paracaidas; colgados de los paraguas, saltábamos desde los muros antes de convertirlos en flechas. Un mundo de reutilización que traía a menudo algún golpe de vara o zapatillazo.
Los pantalones con remiendos, la escasez de todo, los libros de vidas de santos, o los que mi padre rescataba de los requisados en el Gobierno Civil, "Un mazico de contos" ¡En gallego! " La Reina Calafia" de Blasco Ibañez, una Enciclopedia de la República, el "Martín Fierro" o "Un viaje al País de los Matreros", que mi prima Aurora Mera mandó desde Buenos Aires. En casa de nuestros vecinos era peor, no había ningún libro, había niños con abuelos, historias que se agrandaban cada vez que se contaban. Lobos, bandidos, sacauntos.  Mayoritariamente la gente de la zona eran analfabetos funcionales, distinguian las letras, muchos sabían firmar, pero no entendían el sentido de lo leído. Mi madre, que había ido dos años a la escuela por las mañanas era uno de esos casos. En Pontevedra, en el pueblo, como se decía, había la misma miseria, la gente pasaba hambre, todo el mundo era delgado. Los gordos eran arquetipo de belleza y estatus social. Muchos uniformes, Policía, Guardia Civil, municipales, Ejército, carteros y repartidores de correos, ferroviarios, porteros de ministerios, Ayuntamiento y diputación, todos delgados. No llevar uniforme era ser dependiente, comerciante o importante. Salvo si los pantalones llevaban remiendos, entonces era un "obrero" o labrador. En todos los documentos se especificaba el estado: soltero, casado o viudo y la profesión. Las mujeres eran "sus labores", o telefonista (solteras) o empleada. Algunas "labradora","costurera" o similar. Pocas maestras, pues para el puesto de maestro entraron muchos excombatientes que tenían el bachillerato elemental,  con una sola convocatoria. Debo añadir que muchos fueron buenos maestros. Ni siquiera ponían especial énfasis en la loa del franquismo. Los jueves y sábados por la tarde no había escuela. Tampoco los primeros de mes, los maestros iban a cobrar. Siempre estaban preparando a los niños para una inspección. En cinco cursos nunca vi un inspector. Todos los niños sabíamos rezar y cantar el "Cara al sol". Nos daban leche que venía en polvo y queso de la ayuda americana. Pronto desapareció el queso.
 En la aldea en invierno el calzado eran zuecos, como botas de cuero con suela de madera. En verano andábamos descalzos. Los días de fiesta se usaban unos zapatos que decían de cartón, creo que eran restos de materiales prensados y pintados. 
Me parece que algunas cosas empezaron a mejorar a partir de 1958, se usaban ya trajes de comunión, las niñas comenzaban a usar una cosa que llamaba babi y aún persiste, afortunadamente en recesión. La gente empezó a lavarse los dientes y se construyeron muchas fuentes con el yugo y las flechas en piedra.
Los niños de doce años trabajaban de aprendices en panaderías y obras, alguno en la mecánica, pagándole al patrón y, mayoritariamente, sin asegurar.
En 1957 mi padre pidió el traslado a Hacienda. Durante años cubrió los impresos de propietarios y aguardienteros que se daban de alta, estos le daban una propina, esas propinas le dieron para comprar algunas tierras, dos casas de aldea y construir la que hoy ocupo. Mi madre iba a comprar al mercado a ultima hora, porque todo era más barato. No había neveras y el pescado de última hora, más mazado, no aguantaba hasta el día siguiente. Se hacía su propia ropa y bordaba para fuera. Mantenía un huerto en la aldea.  Mi padre vestía con sus uniformes de portero, gris y azul despojados de sus botones y galones. Yo usaba la misma ropa hasta que no cabía dentro. Pudo ser entonces, cuando empecé a cuestionarlo todo y a odiar la propiedad privada.

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