Desde que en mi juventud dejé de navegar leo mucho menos, lo de leer incluso lo que no te gusta, sacar alguna conclusión a veces peregrina de lo que escribe un extraño, era para mi un ejercicio vital e incluso cotidiano. Cuando algo me gustaba era casi orgásmico. Al final uno es consciente de que la vida que le queda va a ser breve y no puede permitirse el lujo de dedicar su tiempo a cosas que le interesan poco, y que no está obligado a hacer.
Pero hay algo con las palabras, con los lenguajes, que se quiera o no estamos obligados a hacer: Conocerlos. Forma parte de la cultura social del momento.
Esa cultura desaparece cuando la sociedad lo hace o está en trance de hacerlo. Y eso pasa con la lengua de los oficios. En mi tierra cuando yo era niño había muchos canteros. Tenían un lenguaje propio que se llamaba "A enxerga", la jerga. Impedía que los ajenos supiesen de que se hablaba o que se tramaba. Desapareció con la llegada de los medios mecánicos. He visto desaparecer otros códigos, los de la telecomunicación, sustituidos por el lenguage binario y este por la lectura óptica.
Y el lenguaje más elaborado referido a una profesión que he conocido es el marítimo. En inglés el lenguage de la construcción naval ha pasado a la arquitectura y la industria. Los vocablos españoles referidos a esta actividad, provinientes de todas las lenguas presentes y pretéritas de la Península, han sido sustituidos por el inglés, o por vocablos comunes mucho menos precisos.
Y en el país de los sueños un amigo, Emilio Barrenetxea, rescatando vocablos no ya de la memoria colectiva, tarea imposible, sinó de la Literatura ha publicado un libro de terminología marítima y lo ha hecho en papel.
Todo lo que sea contribuir al conocimiento de las palabras que hicieron posibles muchos viajes y descubrimientos, muchos avances técnicos, científicos y sociales es un esfuerzo laudable, aunque en momentos de pesimismo, leyendo o escuchando noticias me parece un esfuerzo inútil.
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